“El ángel de la guarda“ PARTE I
La primera vez que vi un ángel guardián o algo parecido fue cuando tenía nueve años y mi madre había muerto hacía poco. Yo estaba descansando de una larga jornada en el colegio, no recuerdo si había sido un día normal de clases o habíamos salido de paseo a las riberas del famoso río Pance. Lo cierto es, que cuando estaba mirando sin mirar, del centro del viejo escritorio gris que había servido de mesa de trabajo para la labor de costura de mi madre, de aquel hueco reservado para las piernas brotó una figura luminosa. En realidad aquello parecía haber estado cierto tiempo ahí, pero en el momento en que yo caí en cuenta de su presencia, simplemente tomó vuelo y se desvaneció seguido por mi mirada en el techo de la casa. Todo fue muy rápido, pero no me asusté para nada. Por el contrario, fue una aparición que me proporcionó una suerte de alivio. Fue un momento inolvidable que me sirvió para saber que yo era muy sensible a estas cosas.
La muerte de mamá fue el hecho más importante en la infancia de mis dos hermanos y yo. Como ella estaba muy enferma de cancer, permanecía sus últimos días en una clínica. Todo le había comenzado como una supuesta infección intestinal, pero en esos tiempos el cancer no estaba tan estudiado como hoy día y los médicos no sabían cómo tratarlo. Ella murió un lunes, todavía lo recuerdo perfectamente. Recuerdo que yo cursaba tercero de primaria y ese día estábamos en el aula de clases. De pronto, sonó en el megáfono la voz apergaminada del reverendo hermano rector quien solicitaba con urgencia nuestra presencia en la rectoría. Mi hermano Fabricio se unió a mí en el corredor, estaba tan asustado como yo, incluso pensábamos que seguramente era algo relacionado con el pago del colegio, pues papá andaba muy distraído.
Cuando estuvimos en el despacho del rector, éste nos hizo pasar, nos invitó a sentarnos en las sillas abollonadas, tomó posesión de su trono y apoyó sus brazos en el escritorio con las manos juntas, como si estuviera a punto de rezar. Después de breve silencio, su rostro se tornó rojo y de su boca delgada salió lentamente un cuento largo y retórico, una secuencia imparable de incontables nombres de ángeles que simulaba una fábula. Mi hermano entendió perfectamente el cuento, pero yo pensaba que ese señor simplemente deseaba que mi madre se recuperara. Incluso me causó un poco de risa tanta preocupación en el rostro de mi hermano. Yo estaba convencido de que él único que tenía la situación clara era yo.
_ ¡Qué mi mamá se murió! _ gritó finalmente Frabicio llorando sin parar, dejando caer sus mocos en la alfombra sin ningún reparo.
Las órdenes que tenían los hermanos maristas, eran llevarnos a casa de mi abuela. Papá no quería que nosotros viéramos a nuestra madre muerta.
Durante los cuatro años siguientes me convertí en el ser más tímido que existe, sobre todo en el colegio. Era un mutismo casi total, sin embargo en casa me convertí en lo que realmente era: un ser creativo. En realidad me gustaba mucho el contacto con el público, pero la muerte de mamá me había afectado mucho.
El mutismo y timidez me duraron hasta una noche memorable, cuando cursaba el cuarto año del nivel superior y el colegio celebraba 75 años. Lo que pasó, fue que gracias a los ríos de vino barato que corrieron ese día, me emborraché. De pronto me subí a una mesa delante del reverendo hermano rector y mis compañeros y, sin avisar, comencé a gritar canciones de Tom Jones. Ese fue el gran momento. Me había liberado de todo miedo.
Mi papá se casó de nuevo a los cinco años y como la vida con madrasta no me gustaba, me emancipé definitivamente. Mis hermanos hicieron lo mismo, cada uno a su modo y a su tiempo.
La historia que quiero contar comienza un poco después, es decir, cuando terminé la secundaria y me confronté con la vida. Cuando hablo de la vida me refiero básicamente a dos campos: espiritual y material. Para celebrar mi grado de bachiller, viajé a Ecuador aprovechando que mi tío y su familia vivían en Guayaquil. Ahí pasé un mes inolvidable de juerga y amores, especialmente las salidas locas con mi primo Helio, cosa que me llevó a gastar hasta el último centavo del dinero que me había regalado mi padre Ferdinando con motivo del grado. Pero ese dinero era para eso, para difrutarlo sencillamente. Unas semanas después, tuve que ponerme a trabajar, era mi primera experiencia laboral. Mi padre me dijo que la tía Saturia, su hermana, había montado un estanco, o sea, una tienda de licores y cosas para fiestas. Con el primer pago me compré un par de pantalones.
Ahí trabajé sólo un año porque me aburrió mucho trabajar tanto y ganar tan poco: ahí yo era vendedor, contabilista, mensajero, bodeguero y hombre de la limpieza, todo en uno, es decir, era el todero, la persona que lo hacía todo. Además, mi tía estaba medio loca. La experiencia fue útil porque sirvió para conocer todas las bebidas alcohólicas, pero un año era más que suficiente. Así que, de un momento al otro me quedé en paro. Mi tía se enloqueció un poco más con mi partida.
Unas semanas después, mi hermano Fabricio, que era como mi ángel de la guarda provisional y entonces trabajaba en una enorme empresa dedicada a la venta de repuestos automotores, me consiguió una entrevista con su jefe, un hombre todavía joven llamado por todos don Iván.
Era una tarde muy calurosa en Cali, serían como las tres cuando entré por el enorme taller que parecía una sala de conciertos, pero llena de grasa, baterías y mecánicos trabajando. Un español que trabajaba ahí me indicó el camino a las oficinas, así que subí una larga rampa que conducía a las otros departamentos. Lo primero que advertí cuando llegué a la sala de espera de Pelagio Hermanos S. A., fue un sofá blanco muy grande y fresco de cuero y una secretaria de gerencia rubia con bonito pecho y piernas muy bien contorneadas, la misma que muy gentilmente pidió un café para mí. Cuando llegó la señora de la cafetería, una morena muy simpática que parecía que llevaba siglos en la empresa, me contó dos cosas: una, que gracias al fuerte aire acondicionado de la gerencia su rostro se había torcido una vez y por eso todo el tiempo tenía un tic en un ojo y, lo segundo, que no me preocupara demasiado por la secretaria, pues era hermana del gerente y ya tenía marido.
La rubia secretaria me hizo rellenar un formulario de la empresa que funcionaba como hoja de vida y cuando estuvo listo se lo llevó a su hermano el gerente. Cuando media hora después me senté frente a don Iván en la abollonada silla de la helada gerencia, comenzó la entrevista.
_Fabricio me ha dicho que usted es artista.
_ Bueno, sólo dibujo caricaturas en mis ratos libres.
_ Eso me parece muy bien, quizá podríamos mejorar nuestro logotipo...
_ Sí, claro, si pagan bien...
_ Dígame, hay algo que me preocupa. A la pregunta de ¿Toma alcohol?, usted ha escrito “bien”, me puede explicar esto...
_ Cuando digo bien, significa que yo sé beber, es decir que soy profesional en el asunto.
_¡O sea que usted es alcóholico!
_ No. No me malinterprete, simplemente sé tomar buen vino y en la cantidad justa. También me gusta mucho el tequila, pero como estoy sin trabajo no puedo darme esos gusticos.
_ Ah...bueno, creo que está claro. ¿Cuándo puede comenzar?
Comencé el lunes siguiente en la bodega, donde me sacaron toda la leche, pues eso no era trabajo para un artista e intelectual como yo, pero fue la puerta para llegar a las oficinas tres meses después y hacer una carrera de cinco años.
_ Es para que conozca mejor la empresa _ me animó don Iván.
Pero, pronto me animé mucho porque mi tía Beata me dijo que estaban necesitando personal en la hacienda Escocia, una empresa rural de su propiedad, o de su marido el culto don Hermes Rojas, que tenía buen nombre y mucho éxito. Ahí habían trabajado todos mis primos e incluso habíamos pasado muchos veranos durante nuestras vacaciones escolares. Como mi vecino y amigo el gordo Fidel estaba también en paro, lo invité para que nos fueramos juntos a trabajar allá un tiempo. Pronto comenzaría nuestra nueva aventura laboral.
Continuará...
Hasta el próximo capítulo!